Algunos han definido la política como el arte de alcanzar acuerdos. La frase es más un eslogan publicitario que una idea que pueda minimamente desarrollarse, pero lo cierto es que la frase ha hecho fortuna.
Acordar, pactar, consensuar… son vocablos a los que se atribuye una connotación siempre positiva (al contrario que esa prensa de Barcelona que tanto molestaba al entrenador Luis Van Gaal, que era siempre negativa).
Por eso andan pavoneándose como dos gallos en el corral los líderes del PSOE –Pedro Sánchez- y Ciudadanos –Albert Rivera-, segundo y cuarto clasificados respectivamente en la contrarreloj electoral del pasado 20 de diciembre.
Pero resulta que los aspavientos y el alborozo demostrado por tan ansiado acuerdo no pasan de ser fuegos de artificio, porque es conocido que la suma de escaños entre las formaciones naranja y rojo pálido, están lejos de alcanzar la mayoría suficiente para instalar al socialista en La Moncloa.
Ya lo sabían ellos, claro está, cuando firmaron el texto consensuado. Pero eso era lo de menos. Lo importante era demostrar a la opinión pública que ambos saben llegar a acuerdos, que tienen capacidad de diálogo, que pueden pactar. Postura esta –flexible, dialogante, amable- que se juzga siempre mejor que la de sostener con firmeza las convicciones propias aún a costa de llevar la contraria al oponente, actitud esta que se afea por inflexible, arrogante y, si llega el caso, intolerante.
Vivimos en la cultura política del consenso. El consenso ha fundado y sostenido el régimen político vigente en España desde 1978 y hasta ahora. El consenso sostiene el sistema de valores occidental, más bien la pérdida de los mismos.
Estamos ante lo que Dalmacio Negro denomina la “tiranía del consenso”, ya que, asegura el Catedrático “La fórmula del consenso entre los partidos usurpa el consenso natural, espontáneo, histórico, en definitiva, social, que constituye las sociedades”.
Tras la firma del acuerdo entre Sánchez y Rivera vino además la pantomima de su ratificación por los militantes del Partido Socialista, en un plebiscito sin oposición comparable a los que las dictaduras organizan para dar apariencia democrática a sus regímenes. Nunca el escolio de Nicolás Gómez Dávila, tan enemigo de la religión democrática, pudo sostenerse en su literalidad con tanta razón como en este caso: “El sufragio universal –dice el colombiano- no pretende que los intereses de la mayoría triunfen, sino que la mayoría lo crea”.
El consenso es la melodía melancólica que se escucha en los altavoces de los modernos campos de concentración ideológica, mientras hacen cola para entrar, sonrientes, quienes dejan de ser libres sin saberlo. Modernos campos de concentración ideológica, sin alambradas de espino ni gendarmes malhumorados, sino con praderas de flores artificiales y payasos de carcajada sonora a los que acuden los ciudadanos sin saberse esclavos tras haber perdido el dominio de si mismos, bebiendo del veneno dulce que ofrece el sistema en forma de pseudo ideologías.
Se trata de un totalitarismo democrático, impuesto suavemente, sin violencias, de forma mucho más eficiente que el rudo totalitarismo clásico, puesto que ni si quiera eres consciente de haber perdido la libertad. Totalitarismo democrático que te hace creer que eres libre cuando, en realidad, te aprisionan la corrección política y el consenso.
NORBERTO PICO
Falange Española de las JONS